Han Yu, sobre la misión de la literatura


Todo resuena, apenas se rompe el equilibrio de las cosas. Los árboles y las yerbas son silenciosas; el viento las agita y resuenan. El agua está callada: el aire las mueve, y resuena; las olas mugen: algo las oprime; la cascada se precipita: le falta suelo; el lago hierve: algo lo calienta. Son muchos los metales y las piedras, pero si algo lo golpea, resuenan. Así el hombre. Si habla, es que no puede contenerse; si se emociona, canta; si sufre, se lamenta; todo lo que sale de su boca en forma de sonido se debe a una ruptura de su equilibrio.
La música nos sirve para desplegar los sentidos comprimidos en nuestro fuero interno. Escogemos los materiales que más fácilmente resuenen, y con ellos fabricamos instrumentos sonoros: metal y piedra, bambú y seda, calabazas y arcilla, piel y madera. El cielo no procede de otro modo. También él escoge aquello que más fácilmente resuena: los pájaros en la primavera; el trueno en verano; los insectos en otoño; el viento en invierno. Una tras otra, las cuatro estaciones se persiguen en una cacería que no tiene fin. Y su contínuo transcurrir, ¿no es también una prueba de que el equilibrio cósmico se ha roto?
Lo mismo sucede entre los hombres; el más perfecto de los sonidos humanos es la palabra; la literatura, a su vez, es la forma más perfecta de la palabra. Y así, cuando el equilibrio se rompe, el cielo escoge entre los hombres a aquellos que son más sensibles, y los hace resonar.

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