Diógenes, solía vivir desnudo, porque decía: «El hombre nace desnudo, y se debilita porque se protege con ropa». Y en ninguna parte del mundo hay algún animal con ropa... excepto algunos perros en Inglaterra. Inglaterra es un país misterioso. Los perros tienen ropa porque un perro desnudo no es cristiano. Te sorprenderá saber que, en la época victoriana, en Inglaterra incluso las patas de las sillas se cubrían con ropa, porque eran «piernas» y no era de caballeros mirar piernas desnudas.
Diógenes vivía desnudo. Era un hombre fuerte. Cuatro personas que se dedicaban a raptar a gente y venderla como esclavos en el mercado pensaron: «Esta es una buena presa, este hombre puede hacernos ganar mucho dinero. Hemos vendido muchos esclavos, pero ninguno de ellos era tan fuerte, tan hermoso, tan joven. Podemos conseguir un precio tan alto como queramos; y habrá una gran puja en el mercado cuando pongamos a este hombre en la plataforma de venta. Pero —pensaron—, cuatro no somos suficientes para capturarlo. Él solo podría matarnos a todos».
Diógenes oyó lo que estaban diciendo de él. Estaba sentado a orillas del río, disfrutando la brisa fresca del atardecer, bajo un árbol; y detrás del árbol esos cuatro hombres estaban planeando qué hacer. Él les interpeló.
—No os preocupéis. ¡Venid aquí! No necesitáis preocuparos de que os vaya a matar, yo nunca mato nada. Y no necesitáis preocuparos de que vaya a luchar, a resistirme; no. Nunca lucho con nadie, no me resisto a nada. ¿Queréis venderme como esclavo?
—Eso es lo que estábamos pensando. Somos pobres... si estás dispuesto... —dijeron esos cuatro hombres avergonzados, asustados.
—Por supuesto que lo estoy —afirmó Diógenes—. Si puedo ayudaros de alguna manera a superar vuestra pobreza, es hermoso.
De modo que sacaron las cadenas, pero él dijo:
—Tiradlas al río; no necesitáis encadenarme. Caminaré delante de vosotros. No creo en escapar de nada. De hecho, me está ilusionando la idea de ser vendido, de estar sobre una plataforma alta y que haya cientos de personas tratando de conseguirme. Me ilusiona esta subasta... ¡vamos ya!
Los cuatro se asustaron un poco más: este hombre no solo es fuerte, hermoso, parece que también está loco; podría ser peligroso. Pero ya no podían escaparse. Él les dijo: «Si intentáis huir, estaréis arriesgando vuestra propia vida. Seguidme, los cuatro. Ponedme en la plataforma del mercado».
A disgusto le siguieron. ¡Habían querido llevárselo, pero él iba delante de ellos!
No lo podían creer... ¿qué tipo de hombre era este? Pero ya no había manera de echarse atrás, así que le siguieron. Y cuando le pusieron sobre un alto pedestal para que pudiera verle todo el mundo, se produjo casi el silencio, se podía oír el vuelo de una mosca. La gente nunca había visto un cuerpo tan proporcionado, tan hermoso, fuerte como si estuviera hecho de acero.
Antes de que el subastador dijera nada, Diógenes proclamó:
—¡Escuchad! Aquí hay un maestro que se vende a cualquier esclavo, porque estos cuatro pobres necesitan dinero. Así que empezad la subasta; pero recordad, estáis comprando a un maestro.
Lo compró un rey. Por supuesto, él podía hacerlo: ofreció más y más dinero en la subasta. Había mucha gente interesada, pero al final se les dio a los cuatro hombres una suma mayor que cualquiera que alguien había oído nunca antes. Diógenes les dijo:
—¿Sois felices ahora? Ya podéis iros, y yo me iré con este esclavo.
—¿Estás loco o qué? ¿Piensas que eres un maestro? ¿Yo soy rey y me consideras un esclavo? —dijo el rey a Diógenes mientras iban en el carruaje de camino al palacio.
—Sí, y no estoy loco, tú estás loco —repuso Diógenes—. Te lo puedo demostrar ahora mismo. —En la parte trasera del carruaje estaba la reina. Diógenes continuó—: Tu esposa está ya interesada en mí, ha terminado contigo. Es peligroso adquirir un maestro.
El rey quedó consternado. Desde luego, no era nada comparado con Diógenes. Desenvainó la espada y le preguntó a la reina: —¿Es verdad lo que dice? Si dices la verdad, te perdonaré la vida; esa es mi promesa. Pero si dices una falsedad, y lo descubro más adelante, te decapitaré. —Es verdad —aunque temerosa, asustada, contestó la reina—. Ante él, tú no eres nada. Estoy embelesada, fascinada; este hombre tiene magia. Eres solo un pobre hombre comparado con él. Ésta es la verdad.
Naturalmente, el rey detuvo el carruaje y le dijo a Diógenes:
—Sal de la carroza. Te dejo en libertad; no quiero tomar semejantes riesgos en mi palacio.
—Gracias —dijo Diógenes—. Soy un hombre que no puede ser hecho esclavo, por la sencilla razón de que asumo toda la responsabilidad de mí mismo. No he dejado a aquellos cuatro hombres sintiéndose culpables: ellos no me trajeron, vine por voluntad propia. Seguro que se sienten agradecidos. Y este es tu carruaje, si quieres que salga de él, eso está perfectamente bien. No estoy acostumbrado en absoluto a carruajes, mis piernas son lo suficientemente fuertes. Soy un hombre desnudo, una carroza dorada no va bien conmigo.
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